Jose Guillermo Fouce, Doctor en Psicología, profesor universidad Carlos III de Madrid
Luis Muiño, divulgador y psicoterapeuta
El escritor alemán Nemeitz, publicó en 1718 un libro sobre París con “instrucciones fieles para los viajeros de condición”. Uno de sus consejos es el siguiente: “No aconsejo a nadie que ande por la ciudad en medio de la negra noche. Porque aunque la ronda o la guardia de a caballo patrulle por todo París para impedir los desórdenes, hay muchas cosas que no ve... El Sena, que cruza la ciudad, debe arrastrar multitud de cuerpos muertos, que arroja a la orilla en su curso inferior. Por tanto, vale más no detenerse demasiado tiempo en ninguna parte y retirarse a casa a buena hora”[1]
Han pasado casi trescientos años pero los avisos para navegantes que nos dejan los traficantes de miedo siguen manteniendo la misma estructura. Según aquellos que nos quieren atemorizar, a pesar de las autoridades velan por nuestra seguridad, hay peligros que nos acechan y que debemos evitar.
Al igual que en este texto, en la actualidad los riesgos a los que nos enfrentamos no quedan muy claros: son “miedos líquidos”, en expresión de Zygmunt Bauman. No sabemos por qué los ciudadanos del siglo XVIII tenían que temer los cadáveres que bajaban por el Sena igual que ignoramos hoy en día las consecuencias que puede tener en nuestra economía familiar el ascenso de la prima de riesgo. Pero, usando el miedo como un banco de niebla que lo envuelve todo, en las dos épocas se consigue trasmitir un mensaje: lo mejor es esconderse. Contra temores poco tangibles es difícil combatir, no sabemos contra que hacerlo ni como hacerlo.
La táctica ha estado ahí siempre. El miedo no es solo una de las emociones básicas que nos paraliza o nos llama a la acción, a la huida o a la lucha. No es solo uno de los más importantes movilizadores y paralizadores de nuestra conducta. Es, también, una construcción socio cultural intencionada. Cada uno de nosotros aprendemos a través de los demás qué debe producirnos terror y cómo responder al mismo. Nuestros temores, nuestras pesadillas, tienen siempre una carga histórica y contextual y han sido siempre un arma política de primer orden. Porque aquellos que son capaces de señalar cuáles deben ser nuestros desasosiegos pueden fabricar a su antojo el “antídoto salvador”.
Vivimos, en la actualidad, una época de recrudecimiento de esta estrategia. Infundir temor abstracto a las políticas solidarias se ha convertido en un instrumento sumamente poderoso que el neoliberalismo (que es, sin duda, mucho más que una teoría económica) lleva alentando y manejando desde hace mucho tiempo para autores como Lakoff, de hecho, la aprensión y la desconfianza es uno de los marcos de interpretación clave para entender el neoliberalismo. En los últimos años, la crisis económica ha ayudado a estos asustadores profesionales a amedrentarnos hasta la parálisis.
N. Klein recuerda en “La doctrina del shock” que, para los pensadores neoliberales, toda crisis (real o percibida) es una oportunidad para aplicar sus políticas de ajuste. Paralizados por nuestras pesadillas, aceptamos lo que en otras circunstancias nos resultaría inaceptable. Atemorizados, nos convertimos en personas individualistas. Olvidamos ayudar a los demás y nos quedamos solos convirtiéndonos en vulnerables.
Al igual que Nemeitz proponía a los ciudadanos no salir de casa, los gobernantes actuales nos aconsejan sumisión. Nos quieren asustados, divididos, aplicando la estrategia de “sálvese quien pueda”, centrados en lo que nos diferencia y olvidando lo que nos une, dispuestos a renunciar en pro de la ansiada seguridad a elementos clave de nuestra libertad. Ya no tratan de ilusionarnos con grandes utopías o mundos perfectos, solo se postulan para salvarnos de nuestros temores.
Pero tenemos que saber que el miedo no se impone siempre. Textos como aquel con el que empezamos este artículo no impidieron que el París del siglo XVIII fuera el centro del Siglo de las Luces, una de las épocas más revolucionarias y esperanzadoras de la historia de la humanidad. Los que vivieron aquella época usaron algunos de los antídotos más importantes que existen contra el miedo social: se informaron, evitaron la “horribilización” que algunos usan contra los cambios sociales, desdramatizaron y racionalizaron y, al final, consiguieron inventar un futuro realista evitando el catastrofismo que los traficantes de miedo les quisieron vender. Quizás porque ellos sabían que, aunque a unos pocos les beneficie el terror, la esperanza es para el ser humano la estrategia conjunta más adaptativa.
[1] J. C. Nemeitz. Séjour de Paris, Instructions fideles, publicado en A. Franklin, “La vie privee d’autrefois”, 27 vols., Paris, 1887-1902: t. XXI, Págs. 57-58.
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